Pailebotes y mamparras, esos desaparecidos

Si algo tiene que ir mal, saldrá mal, y más por estas fechas. Mi Volkswagen, hace algún tiempo que tiene un problema en el circuito de combustible. No siempre, sino cuando a él le salía de las pelotas; arrancaba al de dos o tres intentos. Ya se solucionará, me dije… Pues no, ayer no hubo forma de arrancarlo.
Precisamente en estas fechas es cuando más falta me puede hacer falta el muy cabrón, puesto que en el pueblo solo hay un taxi, y el taxista como cualquier hijo de vecino estará enfiestado, así que esta mañana me llego al taller y me dicen que dentro de un rato cierran y no abren hasta el lunes.
A la vuelta, no recuerdo el por qué menciono la palabra “pailebote” (la verdad sea dicha, exactamente dije: pailabot que es el nombre por el que yo los conocía). Mis acompañantes, se miran uno al otro preguntándose a que me refería. Inmediatamente me viene a mi mente aquella imagen, otra vez de mi niñez, en la que los veía a amarrados a los pantalanes, de gruesas maderas, del puerto de Motril (¿Existirán aun?). Para mi eran majestuosos. En los muelles cercanos atracaban vapores de bastante mayor tamaño que venían a cargar mineral de hierro, pero nada que ver con estos. También alguna vez me coincidió verlos zarpar, y aunque ya se ayudaban con un motor auxiliar, el verlos con las velas desplegadas era una verdadera maravilla.
En realidad era una goleta (vela de gavia baja en trinquete), y no solo se utilizaron para carga sino para pesca. Su aparejo y diseño tuvo gran influencia en las embarcaciones deportivas de vela actuales.
Por asociación de ideas, frente al pailebote veo amarradas varias mamparras, embarcaciones pesqueras que se utilizaban para un tipo de pesca en la que se colocaba una luz en un bote alrededor del cual se tendían las redes. Este tipo de pesca en la actualidad creo está prohibida. Aparte de su forma tan singular, lo que mas recuerdo era su motor diesel monocilndrico, que en especial en el silencio de la noche se escuchaba su sonido cadencioso a kilómetros de distancia.
Pailebotes aun quedan como yates de recreo (raro es verlos) y los pesqueros actuales nada tienen que ver con la mamparras.
Pasados los años, me dio por construir maquetas, y puede que fuera coincidencia, excepto un velero que fue buque escuela de la Marina Argentina, todas las demás que hice, fueron pailebotes. El trabajo no era menor, puesto que una vez acabadas, no se veían ni cuadernas ni demás elementos estructurales del casco.
¡Que en paz descansen!, y no sé el por qué también se me viene a la cabeza lo de cualquier tiempo pasado fue mejor.


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Historia/no historia de unos reyes que ni fueron reyes, y bastante menos magos

Hace dos post, escribí sobre el nacimiento de Mitra/Jesús y la verdad es que estaría incompleto sin la mula y el buey, así que añado unas notas.
Estamos en Navidad y creo que por estas fechas tocan estos temas (bastante mejores que los del escrito anterior) aunque también es verdad que espero no lo lea ningún niño puesto que ni con mucho mi idea no es quitarles esa ilusión.
Los reyes magos no siempre fueron tres, ni magos. Tardo mucho en haber un negro (lo añadieron en el tardomedievo) y sus nombres están sacados de los evangelios apócrifos que la iglesia no reconoce desde el concilio de Nicea en el año 325. De ellos proceden la mula y el buey sin los que nadie puede imaginarse el portal de Belén.
Tal y como lo conocemos, lo inventó Francisco de Asís el siglo XVIII.
No digamos de Papá Noel [en realidad san Nicolás de Bari (turco él)], que tiene el aspecto de gordinflón y colorado desde que en los años 30 se lo dibujaron así a Coca-Cola.

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Las cenas de navidad y las enfermedades mentales

Ni con mucho soy un asiduo de la televisión, pero por estas fechas, me ha parecido ver un anuncio igual o similar de uno que nos martirizó durante varios años: Vuelve por navidad en la que una pobre madre veía con sorpresa que por esas fechas le llegaba un hijo que supongo que por circunstancias laborales, se encontraba alejado de ella el resto del año. La estampa era idílica, y había hasta quien lloraba viendo semejante escena.
Tengo que reconocer que aunque guardo muy buenos recuerdos de las navidades de mi niñez, bien porque pasé muchas en alta mar y mi prioridad era mantener en perfecto estado de funcionamiento todos los elementos de buque que nos hiciera llegar a buen puerto, bien porque cuando dejé de navegar, las cosas no eran como yo recordaba, las fui rechazando y procuraba alejarme de ellas, o más bien que no me envolvieran con sus reclamos mercantiles e ideas preconcebidas. Aun recuerdo las dichosas comidas de empresa con sus protocolos, sus vestidos de gala y los esfuerzos de los más pelotilleros por acercarse a la mesa del mandamás. Hacia lo imposible por no asistir, pero sibilinamente, más bien con ordenes encubiertas, hacían que asistiera.
Terminé de apartarme de las normas en los años pasados en Costa Rica, donde a pesar de ser un país muy religioso, no las celebraban, al menos en el pueblo donde residía, y para mi eran unos días normales. Allí debía estar en estos momentos, pero el hombre propone y quien coño sea, dispone y heme aquí que después de una operación inesperada, me están haciendo tomar un tratamiento. No sé hasta cuando lo soportaré, y tomaré carretera y manta.
A pesar de vivir en una urbanización alejada del mundanal ruido, hasta aquí, y muy a pesar mío, me llegan noticias de la una típica cena de Noche Buena familiar. También es verdad que la familia es un poco especial. El digamos cabeza de familia es un psicópata, la madre de familia padece el síndrome de Estocolmo, y la abuela una paranoica pero de las peligrosas. Como puntilla, la invitada es hipocondriaca.
Ya antes de la cena propiamente dicha, la paranoica arma tal chismorreo, que separa a otros miembros de la familia que para nada iban a intervenir en aquel ágape.
Llega la hora de colocar las viandas, hora de las bromas forzadas, y lo que debía de haber quedado justo en eso, acaba en una pelea entre el psicópata y la hipocondriaca, hasta el punto de que el psicópata se va a cenar a su habitación (eso sí, el llenar la tripa que no le falte). Los demás miembros de la familia, o al menos la paranoica y la del síndrome de Estocolmo, se van a llorar a otra. Terminan haciendo llamadas telefónicas a la familia (insinuándole sus desgracias) con lo que consiguen transmitir el espíritu navideño.
Han querido seguir contándome el final de semejante noche de paz [al menos eso decía un villancico y no precisamente aquel de beben y beben los peces en el río (¿qué no se qué coño hacían los policromados habitantes del ácueo elemento, bebiéndose el liquido natural en el que suelen desenvolverse?)], y he dicho que hasta aquí soporto semejante desaguisado, que prefiero hacer vida de asceta antes de contagiarme de semejantes mentes enfermas.
De todas formas advierto a quien no esté contaminado por semejante espíritu, que lo considero incompatible con este mundo globalizado en el que vivimos. Así que en vez de una despedida de ¡Felices fiestas!, os digo ¡Mucho ojo!

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