En su día hice una entrada en este blog al que titule Atardeceres en mi bahía. Si fue esta la causa por la que me llego esta historia, vendita sea. Si es otra, bienvenida.
Sé que es otra.
Ese deleite tuyo con los atardeceres me recuerda mucho a una época en que, sin compromisos ni obligaciones (o con la única obligación de estudiar) pasé en Grecia, al sur del Peloponeso, con una organización dedicada a proteger a la tortuga boba.
Vivíamos en la playa, cada uno en su tienda y con un chamizo que hacía las veces de "cocina" o "sala de estar". Yo fui la última en llegar esa temporada, así que no quedaba prácticamente nadie, los huevos ya habían sido puestos y los nidos, en su mayoría, estaban ya inventariados, así que mi tarea era vigilar las protecciones contra depredadores de los mismos, hacer guardia en los que habían sido puestos en zonas "delicadas", esto es, cerca de alguna población, foco de luz, etc. y, cuando eclosionaban, hacer un recuento de los huevos y su estado. Pues bien, durante ese viaje, lleno de aventuras* y vicisitudes por otra parte, estuve un mes y medio, prácticamente sola, en esa playa. No era tan paradisíaca como deben ser las de Costa Rica, pero para mí eran lo más cercano al paraíso. Hice muchas guardias nocturnas en los nidos que estaban "a punto", pero tardé en conseguir ver a una de ellas. El regalo vino en forma de paseo matutino, sin ninguna tarea asignada, cuando en uno de los nidos habían eclosionado los huevos la noche anterior, se podían ver perfectamente las huellas de las crías en dirección al mar y pensé, otra vez me lo he perdido pero, de repente, pude ver a una de ellas, del revés, sin poder voltearse para iniciar su camino a la vida. Me tomé la libertad de hacer de Dios en ese momento, y le di la vuelta; me desnudé, y la acompañé en esos primeros pasos hacia su existencia. Fue un momento ciertamente hermoso que nunca olvidaré. Tampoco suelo compartirlo con la gente pero, de alguna manera, has sido tú el que ahora me transportó a mí a ese momento de mi vida.
Prometí volver, pero en la época de puesta, y poder disfrutar de la maravilla que tiene que ser contemplar a las madres, tan pesadas, tan despacio, hacer su tarea. No lo hice, no sé si lo haré, pero desde luego, es algo que no he olvidado.
Pues bien, durante ese viaje, recuerdo los momentos en que me sentaba sola frente al mar. Mi mente a veces viajaba, pero otras, se quedaba estática, inmersa en ese escenario donde me sentía yo misma más que nunca. Una especie de comunión pseudomística con los elementos, con la naturaleza, con la VIDA. No sé por qué, pero no suelo volver con mi mente a esa experiencia que viví, o si lo hago, por las circunstancias (como una conversación que allí me lleve) suele ser de una manera muy superficial, pero hoy, con las fotos de tu atardecer, he vuelto a revivir todo ello. Recuerdo también que, al principio, me costaba mucho dormir con el ruido de las olas, y también lo que me costó, a la vuelta, poder conciliar el sueño sin oirlas.
Me gusta haberlo recordado...
Y yo de habértelo hecho recordar.
Cuando escribiste esta palabra, intuyo te supo a gloria.
Búsqueda en Google de: Historia de una tortuga boba
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